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Publicado

febrero 4, 2024

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Por Sebastián Rivera Mir |


Cuando el bibliotecario entrega un libro al usuario y éste se sienta en un escritorio y comienza a leer, se produce la cristalización de un proceso que ha involucrado incontables actividades, incluso tal vez miles de decisiones fueron tomadas antes de que se produjera esa simple acción. Un escritor que resuelve sentarse a trabajar, un editor que se arriesga a publicar determinada obra, un traductor que prefiere alguna palabra, un distribuidor que compra una partida de ejemplares, un profesor que diseña un programa educativo, un bibliotecario que recomienda un texto, son solo algunas de las posibles actividades detrás de ese joven en el mostrador, tomando en sus manos el libro.

En este sentido, la lectura es el resultado de una serie de interacciones entre actores, normas e instituciones asociadas a la producción, elaboración y circulación de textos. Las formas de articulación de estos procesos se caracterizan por su heterogeneidad, sus múltiples miradas sobre la cultura y por la diversidad de labores que conllevan. La organización y funcionamiento de estos mecanismos o dispositivos, indispensables para que el lector pueda desarrollarse, lo denominamos el ecosistema del libro y la lectura.

Desde sus inicios este concepto, ha sido asociado a la búsqueda de dos elementos centrales: la bibliodiversidad y el pensamiento crítico. Al igual que en cualquier ecosistema, son las interacciones entre numerosos implicados lo que le da sentido: bibliotecarios, editores, promotores, libreros, impresores, profesores, diseñadores de políticas públicas, entre muchos otros, conforman los sujetos que dinamizan este ecosistema. El resultado final de estas múltiples intervenciones debería ser necesariamente la concurrencia de múltiples productos de lectura, impresos o digitales, que también representen la multiplicidad de propuestas detrás de sus impulsores, sus perspectivas ideológicas, sus posturas políticas, sus cosmovisiones. A esto se denomina bibliodiversidad, y en un ecosistema eficazmente organizado, ésta debería ser amplia y disponible para todos los interesados.

Por otra parte, y relacionado con esto mismo, el ecosistema del libro ha sido vinculado al pensamiento crítico. La bibliodiversidad lleva consigo la circulación de numerosas ideas, de miles de alternativas, por lo que el lector tiene la posibilidad de conocer a múltiples miradas sobre la realidad. La alternativa de acceder y comprender esta amplitud de discursos públicos son un primer paso para la constitución de una lectura crítica, y en última instancia estos procesos fortalecen el funcionamiento de nuestras democracias.

De ese modo, garantizar la diversidad no es solo una tarea que impacte en la construcción de acervos cada vez más amplios, sino que es un mecanismo crucial para el desarrollo de la sociedad.

Como todos los ecosistemas que actualmente conocemos, el del libro y la lectura en México, se encuentra amenazado por distintos factores, tanto internos como externos. Está abierto a los efectos de otras industrias, a otras normativas legales, a la constitución de subsistemas en su interior. Desde los desafíos al momento de desplegar políticas públicas de largo plazo, hasta las carencias formativas de sus actores, pasando por la monopolización editorial de los grandes conglomerados, encontramos numerosos problemas que impiden su funcionamiento. Por supuesto, aquí también se debe comprender que los ecosistemas se encuentran siempre en movimiento, si bien tienden al equilibrio entre sus partes, esto es solo una tendencia, por lo que su característica central será la búsqueda incesante de acomodos que le permitan desenvolverse de la mejor forma posible. En este aspecto, uno de los elementos cruciales para disminuir las posibles amenazas es la comunicación entre sus partes, algo cada vez más difícil de lograr.

En este ámbito encontramos otra de las características particulares, el ecosistema del libro es por definición un espacio local, relacionado a dinámicas nacionales e impactado por los procesos globales. De ese modo, estos tres niveles le otorgan una mayor complejidad a su constitución y refuerzan el sentido de diversidad. Esta forma de funcionamiento también tiende a fortalecer subsistemas específicos. Por ejemplo, en el caso de los libros de texto la relación Estado – empresa transnacional – escuelas, actúa como un polo especializado al interior del ecosistema, que a su vez modifica como se desenvuelven los demás actores implicados. Por supuesto, la constitución de subsistemas es imposible de evitar en los sistemas complejos. Sin embargo, es una dinámica que pareciera no considerarse al momento de reflexionar sobre la composición de este espacio.

De hecho, la responsabilidad del buen funcionamiento del ecosistema no es un asunto que solamente debiera enfocarse en quienes desarrollan políticas públicas o establecen normas o programas de promoción de la lectura. En la medida que se comprende que los distintos actores de este espacio se desenvuelven en directa dependencia de los demás implicados, también se puede percibir que las obligaciones se distribuyen entre todos. Sin embargo, esto no significa que el peso de las responsabilidades sea homogéneo, al contrario, esta temática nos ayuda a distinguir que hay labores o funciones que poseen una centralidad mayor para el funcionamiento de este ecosistema. ¿Quiénes son estos sujetos centrales? La respuesta a esta pregunta dependerá de hacia dónde orientemos nuestra mirada. En la relación directa entre los libros y sus lectores, evidentemente la labor de bibliotecarios, promotores y libreros es vital para el desarrollo de este proceso. Si ampliamos el campo de estudio hacia las prácticas de lectura, también adquieren importancia los impulsores de programas públicos, los profesores o los editores. Mientras que si vemos incluso un poco más allá aparece la familia, las instituciones culturales e incluso, otros organismos de nuestra vida social.

De ese modo, medir o analizar el funcionamiento del ecosistema del libro implica la necesidad de construir indicadores específicos que nos ayuden a no perdernos en aquello que precisamente hemos definido como diverso, heterogéneo y en constante movimiento. En este ámbito, el camino más recurrido ha sido observar la relación entre las instituciones públicas, el uso de recursos y el lector. Número de usuarios en las bibliotecas, cantidad de préstamos, rentabilidad social de las inversiones estatales, registros en el ISBN, son algunos de elementos medibles con los que solemos utilizar. Sin embargo, estas miradas al ecosistema han mantenido en la penumbra otras interacciones que se dan en su interior, y que responde a dinámicas tal vez menos transformables en cifras. ¿Cómo se relacionan los bibliotecarios con los promotores de lectura? ¿Cómo las ferias de libros impactan en la ampliación del público lector? ¿De qué forma las bibliotecas interactúan con los libreros independientes? ¿Qué importancia tiene la lectura de escritores locales en la formulación de los programas educativos de las escuelas? Son, entre muchas otras, algunas preguntas que podríamos formular en pos de conocer algunos detalles relevantes de este espacio. Pero hay una en particular que, como ya mencionamos, debería ser una de las guías fundamentales en este trabajo: ¿cómo se comunican entre sí los diferentes actores del ecosistema del libro?

Para concluir, es relevante recuperar el origen de la palabra “libro”, el resultado final de un largo proceso que proviene del latín liber, un término vinculado a la corteza del árbol. Esto debería ayudarnos a recordar que entre esa materia prima y el joven leyendo en su escritorio, encontramos una inmensa cantidad de actores y procesos, interdependientes y diversos.

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